SÍGUEME
Me marcho a esta nueva dirección, donde te sigo esperando:
Hasta allí te seguiré llevando todo lo que se me ocurra contarte.
Espero no aburrirte. Te espero
Saludos.
El Blog de Miguel Andréu
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Aquel que, con su cirio al cuadril, alumbra la noche de una ciudad que guarda durante siete días en un duermevela de ensueño, viviendo la mejor pesadilla que nunca pudo soñar.
Aquel que, con insignia o vara, nos muestra la mejor artesanía de la ciudad, que en pleno siglo de las tecnologías aún sigue cincelando, bordando y dorando las manos del hombre.
Aquel que renuncia a las imágenes de sus devociones, a las que ansía ver cada año en la calle y de las que solo acierta a adivinarlas en las pupilas de aquellos que le hacen camino al andar.
Aquel que quiere imitar los pasos de Aquel al que sigue, cargando con una liviana cruz.
Aquel que, desde la soledad del tramo, no logra ni tan siquiera adivinar los sonidos de su pasocristo o su pasopalio.
Aquel que hace posible todo esto.
Porque ¿qué serían las cofradías sin nazarenos?
Veremos al primer nazareno y sabremos que ya todo es imparable. Que ha llegado el momento del júbilo, de la dicha desmedida, del llanto y la sonrisa, del sonido, del olor, de la oración y la promesa y de tantas y tantas cosas...
Por eso son estas líneas, las últimas antes de la gran fiesta, las que dedico… ¿al nazareno?
No.
Prefiero mirar unas horas atrás. Porque para ser y sentirse nazareno en Sevilla es preciso un milagro: el de las manos de una madre, de una esposa, de una mujer.
Aquella que ha guardado los imperdibles de un año a otro para recoger una cola.
Aquella que ha planchado la interminable capa y ha pegado escudo y botones.
Aquella que descose y cose dobladillos y mangas según le marcan las hojas del calendario de la vida.
Aquella que contempla desde el balcón la marcha del hijo de la mano del padre o del abuelo, camino de la Iglesia.
Aquella que, por voluntad propia, desconoce qué se siente bajo el antifaz de sarga, de ruan, de lana de merino o de raso.
Aquella que se esmera en el frugal almuerzo del gran día, que prepara la cena para el cansancio de la noche.
Aquella que vigila, sin ser vista, de entre la bulla la penitencia de los hombres de su casa.
Aquella que, generación tras generación, va tomando y pasando el testigo de este dulce rito de vestir al nazareno.
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